miércoles, 24 de octubre de 2012

Un Cuento ahí

Señoras y Señores, con ustedes un cuento que hice hace poco.

MALUM QUOD HOMO CREAT


Jose Nicolás Jaramillo Liévano.


Me escondí de la lluvia en una de las cafeterías de la calle. Era un asunto de vida o muerte, no podía contraer otra gripe. Tenía ya demasiados problemas, así que no podía agregarme una enfermedad. La lluvia retrasó mi llegada al apartamento y por tanto las tareas que tenía por cumplir. Al no llevar mi viejo reloj de bolsillo conmigo, no pude calcular cuánto tiempo duró el diluvio. En mi mente pasaron al menos dos horas, aunque pudieron ser menos. Cuando al fin cesó de llover y pude llegar a mi hogar, los últimos rayos de sol estaban desapareciendo al occidente, ya era de noche. Era uno de esos días en los que me molestaba tanto subir los tres pisos, el rechinar de los viejos escalones y el pelear con el cerrojo para que se abriera. De hecho, era de esos días en los que era mejor no existir. Tenía la mente tan ocupada que había olvidado dar de comer al gato, había dejado caer las llaves por las escaleras y casi había roto el oxidado cerrojo. Pero a pesar de todo entré y me sentí cómodo, en casa.

Hace tres años que estaba solo ahí. Sin esposa, sin hijos, sin madre y sin familia. Tal vez la única compañía que tenía era el gato, que tal vez, no se volvería a aparecer por ahí. Ni siquiera con mis estudiantes me sentía bien. No eran un motivo suficiente para continuar. Me odiaban, odiaban la asignatura que impartía, odiaban las matemáticas. Ese día, el día, no había sido bueno. Y había llegado a la conclusión de que solo mi bondad, mi amor por enseñar y mi humildad me tenían ahí parado. El hambre, el sueño, la tristeza y estos temas eran los que ocupaban mi pensamiento. Hoy, no me parece extraño que haya pasado lo que pasó ese día. Ese día, el día, todo cambió.

Después de entrar al frio y húmedo apartamento, dejé el portafolio en la mesa. No tuve que caminar mucho hasta el baño, el lugar era pequeño aparte de sucio y feo. Lavé mi cara y manos. El agua parecía también más fría que los demás días. Casi no entraba luz por las pequeñas ventanas, así que resultó un poco complicado lavarme. Cuando lo logré, salí del baño y me detuve en el cuarto de los espejos. Entre la habitación y el baño había, tal vez ya no lo haya, un pequeño corredor que más bien parecía un cuarto para vestirse. En mi mente siempre lo llamé el cuarto de los espejos. Esto era porque en las dos paredes que tenía libres, sin puertas, estaban adheridos a cada pared dos grandes espejos. Desde que compré el lugar con todo lo que ahora se hallaba ahí, en mi huida desde Alemania, lo que más llamaba mi atención del apartamento eran esos dos espejos. Tenían gruesos marcos de lo que parecía una madera de lo más fino. Eran aun más viejos que el mismo edificio. No eran del todo tersos, a veces hasta veía borroso mi reflejo. Pero lo que los hacía únicos, más aun que la vejez o la extraña forma de cómo estaban pegados a la pared, era el marco. Y más aun que el marco, la placa y la inscripción que tenían cada uno. Las placas eran de algún metal que no se oxidaba. Pero estaban viejas y sin pulir, esto las hacía parecer aun más viejas. En ellas estaba la inscripción «MALUM QUOD HOMO CREAT».

Siempre me fascinaron esos espejos. Pero esta vez me quede admirándolos mucho tiempo. No solo el marco y las texturas de la madera. Miré el reflejo que en el espejo estaba. Observé con atención al hombre desgastado, pálido y con la cara raída. Vi sus ojeras que descansaban bajo unos pequeños y profundos ojos negros. Vi su pelo negro, enredado, que ni era largo ni era corto, que se perdía en un caos indescriptible y que para colmo estaba a medio mojar. Me fijé en su rostro. Vi su piel arrugada, el poco vello facial que cubría su mentón. Recordé que si llegaba a mostrar los dientes, se verían amarillentos, casi sucios, por el tabaco. También recordé que no los mostraría, que le era casi imposible sonreír. Vi a ese hombre parado, mirándome, copiando los movimientos de mis ojos, inmóvil en la oscuridad. Entre la infinidad de figuras que se repetían entre los espejos vislumbré algo distinto. No todos los sujetos ahí parados eran iguales. Tal vez fue en ese momento en el que me perdí en la infinidad de los espejos.

No recuerdo bien cuándo o por qué pasó lo que pasó ese día. Sé que hoy soy un hombre distinto al que era antes. Lo que pasó ese día fue lo que me hizo cambiar.

En la infinidad de personas que se enfilaban entre los espejos, había uno que no era totalmente idéntico a los demás. Su forma de estar ahí plantado, mirando también a los otros delante y detrás de él, era distinta. En su figura se veía borrosamente una actitud distinta. Este no era una réplica del hombre que estaba entre ambos espejos. Lo miré directamente a los ojos, al igual que sus ojos me miraron directamente a mí. No eran los mismos. En sus ojos había una huella de maldad y oscuridad. Los miré profundamente y en ellos vi, muerte, codicia, ira, lujuria, venganza, maldad. No era algo humano. Cuándo desvié mi vista, para observar el resto la cara y cuerpo de este personaje, me di cuenta que se parecía en nada a los demás. Sus ojos eran azules cargados de maldad. Su ropa no era la misma que la de los demás. Este llevaba un traje elegante, como de hombre de negocios. Pero lo que más me aterró de él, fue su sonrisa. Su sonrisa hipócrita, burlona e irónica. Me acerqué más al espejo. Todos los otros se acercaron al espejo también, menos uno: él. Mi aliento cercano hizo que el vidrio se empañara. Cuando se aclaró el espejo, solo veía una cosa: Sus ojos.


Llovía en Londres, no se distinguía entre las oleadas de vapor de los trenes y la densa lluvia. Saqué el paraguas de la funda que lo cubría, mientras caminaba por el andén tres, de la estación de trenes. Al salir de la recién inaugurada King’s Cross, mis piernas se movían independientemente, como si supieran a donde iban y qué querían. Me escabullí por las vacías calles, parecía en la búsqueda de una dirección, de una calle. Tardé aproximadamente quince minutos caminando, cuando llegué a un edificio con las puertas a medio cerrar. Por el color de la madera y la lucidez de las ventanas supe que no debería tener más de tres meses. Subí las escaleras y en el tercer piso me detuve, o más bien, mis piernas se detuvieron. Caminaron, o caminé, por el pasillo hasta el apartamento que tenía en la puerta la placa del 303C. Mi mano se elevó y antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió y un hombre, me pidió que entrara. Como si el lugar me perteneciera fui hasta la sala y me senté en el gastado sofá. El hombre me ofreció un trago de whisky. Se le veía temeroso y pálido cuando me entregó el vaso. Su mano le temblaba y no fue capaz de mirarme a los ojos, me tenía miedo. Hasta ese entonces no me pregunté el por qué estaba allí. Yo mismo me respondí al hablarle al temeroso hombre, que al parecer tenía por apellido Hatherley. Le formulé unas cuantas preguntas, a las que respondió sin alzar la vista mucho y sin acomodarse en ningún asiento. Al parecer también mi boca hablaba por si sola y mis oídos sabían lo que yo quería escuchar. Me dijo vagamente algo sobre Baker Street y otras cosas, que al parecer eran adulaciones y disculpas por alguna deuda. Así hubiera querido, no lo habría escuchado, dejé de prestar atención cuando menciono dicha calle. Terminé la bebida y la dejé en la mesa. Sentí el alcohol bajar por mi garganta mientras, le daba las gracias a Hatherley. Me paré y camine hasta la puerta. Antes de que la cerrara cuando salí, le disparé.

Seguía caminando por las mojadas calles de Londres. No demoré mucho en llegar al principio de Baker Street. La lluvia había cesado y el sol brillaba ya con sus últimos alientos. La calle estaba más transitada, había unas cuantas personas saliendo de las edificaciones y otras que iban de paso. Caminé despacio por el costado oriental de Baker Street. ―Buenas noches Señora Hudson―Dije. ―Buenas noches querido―me respondió. Y seguí con mi camino hasta llegar, a solo una docena de pasos de distancia, al 220B de Baker Street. Parecía como si disfrutara cada paso. Como si caminar por esa calle me llevara a algún tipo de paraíso terrenal. Sentía las ansias de llegar a ese lugar, a mi destino. Llegué a la puerta, estaba abierta. Mis manos empujaron y entré al edificio. Subí las escaleras lentamente, tanteando el suelo y el color sucio de las paredes. Sin hacer mucho ruido, me deslicé hasta el tercer piso. Sería la suerte o sería descuido, pero la puerta que necesitaba, estaba a medio cerrar. Infiltrándome, cual serpiente, entré al recinto. Sigilosamente busqué por toda el lugar. Hasta que al ver en la habitación, encontré la famosa habitación de los espejos y en efecto, ahí estaba.

Él estaba ahí, yo lo veía a él y él me veía a mí. De pronto, ya no era algo imposible. Él estaba mirando al espejo y a mí. Yo lo miraba a él y al espejo también. Nunca me tocó, nunca lo toqué. No me acerqué a él ni él a mí. Solo nos miramos. El tiempo afuera de esa habitación pareció detenerse. Y solo él y yo, ahí parados. La oscuridad y los tenues rayos de luz que todavía se filtraban por las sucias ventanas hicieron el escenario perfecto para ese encuentro. Él me hablo y yo le hablé a él.

―No te esperaba aquí―dije.
―Sabías que este día llegaría―respondió con una voz solemne y pasiva, pero siempre con su toque malévolo.
―En efecto― mentí, la verdad no lo sabía.
― ¿Sabes por qué nos hemos encontrado?
―No
―Estas a punto de saberlo
― ¿Acaso estás aquí para matarme?
―No lo sé
― ¿Cómo te llamas?
―Me temo que no puedo responder eso―Acto seguido, puso sus manos en mis hombros y susurró a mi oído― La vida es algo complejo. Hay tristezas y alegrías. Pero dime ¿Qué sería la vida sin el miedo a morir? Es más, ¿Qué sería de la vida sin el miedo? Lamentablemente no te puedo decir mi nombre. Pero te puedo decir qué o quién soy.

Sentí un frio que recorría todo mi cuerpo. Lo miré a sus ojos, sus profundos ojos. Sentía miedo, quería salir corriendo, gritar, sentirme seguro, pero mi cuerpo no me lo permitió. Lo único que fui capaz de hacer, fue mirarlo a los ojos.

―Yo, soy el miedo, la maldad, lo que te hace sentir vivo. Soy el que te ha acompañado desde hace tres años, desde tu soledad, desde que eres débil. ―Apretó fuerte mis hombros― Sin, el miedo, tú no eres, tú no vives. Sin el miedo no eres nada. ¿Por qué? Fácil, porque eres débil. Y lo mejor, podría llevarme tu vida ahora mismo y tú no podrás hacer nada al respecto. No podrías defenderte de mí.

A pesar del miedo sentí en mí una ira incontenible. Su mirada me aterrorizaba y su sonrisa al hablar me intimidaba por igual. Siguió hablando, y por más que no quise escucharlo lo hacía. Cada vez me sentía más impotente y más iracundo. Sentí que pasó mucho tiempo, ya había oscurecido por completo. Y en las sombras solo se veían sus ojos y sus dientes cuando hablaba. Su aliento se sentía frio en mi costado. Y sus manos me herían los hombros. Empecé a sentirme pálido y a ver, lo poco que veía, borroso. Por un momento no me sentí vivo, no me sentí en este mundo. Hasta que pude cerrar mi puño. Lo lancé con todas mis fuerzas contra él. En ese momento, dejó de hablar, desapareció y como es natural, los espejos se rompieron.







No tengan pesadillas esta noche, él los cuidará.