miércoles, 8 de febrero de 2012

SOPA de ideas Por Santigo Espinosa


Nota del editor: El texto que leerán a continuación es significativamente más largo que los que publicamos usualmente, pero consideramos que era necesario que Santiago se tomara su tiempo para resolver, al menos teóricamente, un dilema que nos afecta a todos y para el que apenas empiezan a plantearse soluciones concretas (como ésta): la libre distribución de contenidos en Internet, los derechos de autor, y esas leyes draconianas que cada año vienen a atacarnos. Nos parece que la solución de Santiago es viable e ingeniosa, así que los invitamos a leer, opinar, y contarle a sus amigos, a ver si la convertimos cuanto antes en un meme.


Hace un par de años, por aquella época en que poner «aleatorio» en mi iPod empezó a convertirse en una idea francamente asustadora, vi una charla de TED que me dejó absolutamente impresionado. Un tal Brewster Kahle explica acá lo increíblemente factible y barato que es poner todas las obras publicadas por la humanidad en una biblioteca virtual gratuita. Estamos hablando de todos los libros escritos, todos los discos grabados, todas las películas hechas e incluso todo lo que ha salido en televisión. Diderot se hubiera desmayado viendo esa charla. La anécdota en retrospectiva es un punto de quiebre. Tener acceso a información en Internet para mí pasó de ser una gran comodidad a algo tan conmovedor que se me llenan de agua los ojitos con solo pensarlo.


Desde entonces he tenido muchos debates con amigos sobre el problema de los derechos de autor. Siempre valoramos enormemente el acceso al conocimiento, al entretenimiento y al arte, y siempre nos encontramos con el mismo obstáculo. Para recordar lo obvio: los autores de toda esa producción cultural tienen que vivir de algo y si sus obras dejan de ser una fuente de ingresos, es probable que muchos de ellos no se puedan dedicar a realizarlas. La gente que publica obras creativas lo hace porque le gusta. Es cierto, sin embargo, que se requiere tiempo y dedicación. Independientemente de que sea (o no sea) una motivación en sí mismo, el dinero posibilita ambas cosas. Si no se puede vivir de ser un autor, sólo serán autores de tiempo completo los que ya tienen suficiente dinero como para no trabajar. En algún momento llegué a pensar que la solución podría ser que los artistas se dedicaran también a otras actividades que hacen parte de su campo. Los músicos, por ejemplo, ahora viven más de los conciertos que de las ventas de discos. Pero esta respuesta no es satisfactoria, entre otras cosas, porque no en todos los campos es fácil acomodarse. ¿Qué harían los escritores o la gente que hace series de televisión? Hay que resolver el problema que nos deja la inevitable devaluación monetaria de todo lo que ahora se puede reproducir infinitamente. La posibilidad de compartir digitalmente es un motivo de alegría desbordada, pero es necesario lidiar con el inconveniente que nos deja. Así las cosas, aunque lo pensemos en términos de mecenazgo, es importante encontrar una forma nueva de hacer que la producción de obras sea una profesión. Logrado eso, podremos dedicarnos a celebrar.


La solución oficial que se pretende dar a este problema daría risa de no ser porque resulta perjudicial para todos. Básicamente, consiste en detener el paso del tiempo por medio de leyes tozudas como SOPA y PIPA. Éstas y sus semejantes no pueden resolver el problema pero son muy efectivas al momento de amargar nuestras vidas. Desde que Napster apareció, hemos visto un proceso vertiginoso en el que las obras dejaron de ser algo comerciable. Vender una canción ahora es tan artificial como vender una refrán. En el momento en que la canción está en el aire, todos la podemos «repetir» como si fuera, en efecto, una secuencia corta de palabras. Y si lo piensan con cuidado, eso no fue un cambio tanto como una revelación. Los artistas nunca vendieron lo que nosotros comprábamos. Vendieron su trabajo, sí, pero no a nosotros sino a personas que lo compraron con el fin de vender a su vez cosas materiales que lo contenían (libros, discos, cintas magnéticas, etc.). La cuestión se volvió confusa porque entre ambos llegaron a un acuerdo. En palabras del intermediario: te pago en proporción a lo que yo venda gracias a tu trabajo. Una solución conveniente para los dos. Se puede pensar que la piratería afecta al artista porque los piratas se benefician de su trabajo sin darle crédito. Otra forma de mirarlo, no obstante, es que la injusticia la cometen en contra del intermediario oficial porque es éste el que se preocupa por mantener económicamente al artista, mientras que los demás intermediarios, los piratas, se aprovechan de que alguien ya hizo el esfuerzo de conseguir los contenidos. Entonces la ley defendió a nuestra bella pareja. Pero no porque hubiera robo de propiedad intelectual. Después de todo, ningún pirata ha fingido ser el autor de lo que vende (si algo les conviene es roconocer quiénes son los autores). No, ese podrá ser el discurso oficial, pero la ley protegió a nuestra pareja de la piratería porque ésta representa un tipo de competición sucia que amenaza con arruinar la dinámica del juego. Es decir que las leyes que conocemos no son un modelo natural; son tan sólo un modelo: una solución particular a un problema particular en un contexto particular. ¿Qué opinan de mi versión de los hechos?


Pues bien, lo cierto es que así ambos vivieron felices. Más el intermediario, quizás, porque él comía casi todas las perdices, pero también el artista porque así logró vivir de su arte. Es en este punto de la historia que apareció el cambio. Con la posibilidad de compartir archivos cada vez estamos menos interesados en comprar cosas materiales como discos y libros, sean los objetos bonitos y caros que venden los intermediarios legales o los feos y baratos que venden los que juegan sucio. Al desaparecer ese negocio, ambos se jodieron como se jodería Coca-Cola si empezara a llover Coca-Cola. Pero eso todavía no ha terminado de pasar. Los intermediarios todavía dan patadas de ahogados ante la ley apelando a la simpatía que tenemos todos por los artistas. Como consecuencia no muy lógica se nos juzga —a nosotros que no vendemos sino que compartimos— como si fuéramos otros piratas más.


El problema ya no es una cuestión de competencia limpia o sucia entre productores de cosas materiales. Ambos perdieron porque ya no tienen nada que vender. Bastante diciente resulta el hecho de que leyes como SOPA, en útlimas, benefician también a los piratas. Si se obstruye el flujo de archivos en Internet, los piratas todavía tendrían algo que ofrecer: cosas materiales. El problema ahora es que la única opción de supervivencia que tienen los intermediarios es pretender que la situación puede volver a ser como antes. A nosotros, naturalmente, no nos suena mucho eso. Entonces nos preguntan: «¿Ah, sí? ¿Pues cómo van a hacer para darle plata a los autores con el fin reconocer sus esfuerzos y ayudarlos a que puedan seguir siendo lo que son?» Pero no es que formulen esa pregunta explícitamente sino que se esconde en el modo en que presentan la situación. La presentan como si no hubiera otra alternativa además de la que ellos proponen; nos dicen pues que para velar por los intereses del artista tenemos que salvar también alintermediariosaurio de su extinción. ¿Y lo de cultura gratuita? Que se nos olvide.


Pues bien, aquí y ahora resolvamos el problema de cómo darle plata a los artistas y autores para que puedan vivir de crear obras. ¿Qué les parece si cada persona que quiera vivir de la creación intelectual o artística pone una página web en la que podemos donar dinero para que continúen con su labor? ¿No? ¿Suena mucho a limosna? Pues agárrense porque les tengo una solución perfecta.


Organizamos la biblioteca virtual que propone Brewster Kahle con todo lo que ha producido la humanidad y hacemos que su contenido sea gratuito para todos. De coquetos, la dirección web será «alejandria.com». Decir que la mantendríamos actualizada suena estúpido porque lo que aparezca nuevo será publicado precisamente allí. Como si en el mundo físico cada autor, al terminar su libro, lo imprimiera y se fuera caminando a una biblioteca pública para ubicarlo en el anaquel correcto. Además de eso, mantenemos un registro exacto de qué contenido ha sido descargado y cuántas veces ha sido descargado (nada más fácil tratándose del mundo digital). Terminado un período de un mes, el sistema hace un conteo exacto del porcentaje de descargas que recibió cada autor. Si hubo, digamos, mil millones de descargas, y diez millones entre ellas fueron discos de Lady Gaga, entonces Lady Gaga recibe en su cuenta bancaria el 1% del fondo común. ¿De cuál fondo común? Del que haríamos, paralelamente, destinado al mecenazgo de autores. Asimismo, si quince personas descargan este texto que escribo ahora mismo, entonces yo recibo el cero coma cero, cero, cero, cero, cero, lo-que-sea por ciento del fondo de artistas. Que, por cierto, será buena plata porque resulta que la cantidad necesaria para lograr algo así es de hecho una pequeña suma en comparación con la plata que se invierte en otras cosas, entre ellas, vigilando a los usuarios de Internet.


Pasemos entonces al fondo de artistas. Si tratamos de lograr que los artistas ganen lo mismo que ganaban con sus ventas de discos, se necesitan decenas de miles de millones de dólares para el fondo común. Sonará rimbombante pero, insisto, es de hecho muy poco dinero. Esa cifra se puede obtener recortando un poquito el presupuesto militar de los Estados Unidos (presupuesto, por cierto, que sólo se justificaría si nos invadiera una raza alienígena.) Así pues, por medio de impuestos es facilísimo llegar a la cifra deseada. Tan fácil que deberíamos reflexionar largo y tendido sobre cuánta plata poner en el pote porque se nos podría ir la mano o nos podríamos quedar cortos. Por lo pronto, pongamos la meta en replicar los ingresos actuales. Que Lady Gaga gane lo mismo que ganaría si no existiera Internet.


Ahora bien, si no les gusta la idea de pagar impuestos para que toda la información de audio, texto, imagen y video que toda la humanidad ha producido y vaya a producir sea gratuita e ilimitada —cosa que me escandalizaría más allá de un infarto—, entonces dejamos que el fondo se haga con capital privado. Esa solución también sirve si los gringos se asustan cuando alguien acuse a esta propuesta de ser muy izquierdosa. Así pues, en lugar de ositos polares y anuncios en todas partes, Coca-Cola destinaría su enorme presupuesto de publicidad al fondo de artistas y en la página web tendría el privilegio de escribir algo como «Coca-Cola: brindando educación gratuita a toda la humanidad» y saldrían ganando. Si no les alcanza la plata, entonces que se meta MasterCard también. El eslogan sería muy gracioso. «Tener acceso a toda la producción cultural de la humanidad, no tiene precio». Seguro que sería un buen negocio en términos de publicidad: un sólo anuncio, pero el más significativo de todos. Ya veré a mis amigos mamertos que no toman Coca-Cola repentinamente enamorados de esa gigantesca corporación multinacional.


Pensemos ahora en otros problemas potenciales. Las dos cosas claves —que se pueda conseguir plata para los artistas y que la reciban en proporción al éxito de su trabajo— ya están resueltas. Lo demás es una lista de dificultades que tienen soluciones simples. No obstante, esas soluciones cubren un espectro que va desde rápidas hasta lentas y dispendiosas. Dificultades con soluciones rápidas son, por ejemplo, todas las técnicas. En la charla de TED que cité al principio ya explican cómo podría subirse todo ese volumen de información a Internet. Ese era un enorme problema y me parece celestialmente conveniente que ya esté resuelto. En todo caso, pensemos en algunas cosas pequeñas. Tal vez sea necesario que las personas tengan un número de identificación en la biblioteca con el fin de evitar que haya dos concursos de popularidad —y no sólo el que ya conocemos cuando notamos que Saramago no vende ni una fracción de lo que vende J.K. Rowling—. Me refiero a la posibilidad de que la gente descargue un mismo archivo muchas veces con la intención de apoyar a los artistas de su agrado, aprovechando que ninguna descarga costaría dinero. Ciertamente mecanismos como CAPTCHA serían necesarios para que no haya programas automáticos descargando masivamente. En general, habría que tomar medidas para que el número de descargas refleje la difusión de los trabajos y no otras cosas. Ante todo, incluyo esas posibles objeciones precisamente porque son problemas diminutos y ridículos. El punto es que debe haber una cantidad considerable de detalles que ni siquiera se me pasan por la cabeza pero que, seguramente, tienen solución.


Será necesario dividir el fondo entre disciplinas para que la descarga de una película no sea igual de remunerada que la descarga de un libro. Después de todo, una película involucra mucha más gente y es mucho más costosa de hacer. Probablemente el proceso tiene que ser por etapas. Primero hacemos el fondo de libros, luego el de música, luego el de televisión y luego el de cine. Supongo, asimismo, que habrá que incluir a los traductores de libros porque ellos también son fundamentales. Por otro lado, me imagino que no va a ser fácil pedirle amablemente a las compañías disqueras y sus equivalentes en otros campos que entiendan que ya no sirven de nada. La iniciativa tendría entonces que estar protegida por nueva legislación dentro de Los Estados Unidos y habría una suerte de combate para que el proyecto sea implementado.


Pasando a cuestiones verdaderamente empantanadas, la coordinación internacional del proyecto sería insoportablemente terca. Supongamos que los gringos se logran poner de acuerdo, pasan la ley, pagan impuestos, hacen la biblioteca y luego resulta que todos los que no vivimos en Estados Unidos no tenemos acceso a ella. También puede haber líos con el pago a artistas extranjeros dado que vivirían de impuestos recaudados en otro país. Recolectar impuestos internacionalmente tampoco suena muy fácil de coordinar. En fin: muchas cosas deben ser resueltas, pero en esencia no veo qué tiene de malo esta idea. Los puntos básicos son pocos. Hay que abandonar la noción de que los derechos de autor incluyen el derecho a vender ideas, simplemente porque ya somos técnicamente capaces de reproducir infinitamente los formatos que se usan para plasmar ideas. Como los autores se encontrarían en una situación bastante incómoda, hacemos el fondo común y lo dividimos proporcionalmente aprovechando que la misma página que contendría la información sería capaz de realizar el registro de descargas. En cuanto a la fuente del dinero, no sé si es mejor que sea de naturaleza pública o privada, pero es claro que no se necesita tanto dinero. Luego, ambas parecen viables. Voto porque sea pública, pero a lo mejor es más complicado. Igual, me aguanto dichosamente un letrero de Coca-Cola si implica el acceso libre a la biblioteca perfecta y además la satisfacción de saber que le conviene a los autores que yo descargue gratis lo que ellos hacen.


Finalmente, me gustaría especular un instante sobre la originalidad de esta idea. Supongo que puedo decir que se me ocurrió a mí porque, efectivamente, estaba en medio de una discusión sobre este tema tan de moda cuando sucedió la pequeña epifanía. Confieso que disfruté mucho ese diálogo y la redacción de este texto porque la idea me parece sólida y la perspectiva de su aplicación me emociona muchísimo. En otras palabras, creo que es una gran idea. En aras de la humildad diré dos cosas que atenúan la genialidad de mi inspiración. Por un lado, dudo mucho que sea la primera persona en pensar este modelo. Apostaría a que no es así, pero como no lo he encontrado en ninguna parte todavía, sigo emocionado por la extraña y abstracta noción de que se me ocurrió a mí. Por el otro lado, y más importante aun, la verdad es que vi otra charla de TED en la que el orador expuso esta misma idea pero en el terreno de las patentes y las compañías farmacéuticas. Sería exagerado decir que es mi idea porque lo único que se me ocurrió fue aplicar algo que vi en otro terreno al campo de los derechos de autor. Acá está la charla en cuestión. La recomiendo enfáticamente y fíjense que lo extraño es que el tipo no diga, casualmente, que el modelo que presenta, o versiones similares del mismo, se podría aplicar también en otros campos, como el que acá tratamos. Lo bello es que el origen de la propuesta acá consignada sólo demuestra la importancia del flujo de información.Cuando las ideas se encuentran, aparecen otras ideas. El mundo está cambiando tan rápido precisamente porque las ideas están cada vez en mayor contacto. Imagínense lo que ocurriría en ese sentido si lográramos la construcción de esa Alejandría virtual.


Entonces ahí tienen. Cuéntenme por favor si se les ocurre alguna objeción al modelo, sea devastadora o constructiva. Cuéntenme también si han visto esta misma idea en otra parte porque me fascinaría ver cómo es que se resuelven los detalles. Pero, ante todo, pasen la voz, no va y sea que desperdiciemos la remota posibilidad de hacer una cadena que llegue hasta el congreso gringo y cambiemos el mundo.


-- Por Santiago Espinosa --

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