MALUM QUOD HOMO CREAT
Jose
Nicolás Jaramillo Liévano.
Me escondí de la lluvia
en una de las cafeterías de la calle. Era un asunto de vida o muerte, no podía
contraer otra gripe. Tenía ya demasiados problemas, así que no podía agregarme
una enfermedad. La lluvia retrasó mi llegada al apartamento y por tanto las
tareas que tenía por cumplir. Al no llevar mi viejo reloj de bolsillo conmigo,
no pude calcular cuánto tiempo duró el diluvio. En mi mente pasaron al menos
dos horas, aunque pudieron ser menos. Cuando al fin cesó de llover y pude
llegar a mi hogar, los últimos rayos de sol estaban desapareciendo al
occidente, ya era de noche. Era uno de esos días en los que me molestaba tanto
subir los tres pisos, el rechinar de los viejos escalones y el pelear con el
cerrojo para que se abriera. De hecho, era de esos días en los que era mejor no
existir. Tenía la mente tan ocupada que había olvidado dar de comer al gato,
había dejado caer las llaves por las escaleras y casi había roto el oxidado
cerrojo. Pero a pesar de todo entré y me sentí cómodo, en casa.
Hace tres años que
estaba solo ahí. Sin esposa, sin hijos, sin madre y sin familia. Tal vez la
única compañía que tenía era el gato, que tal vez, no se volvería a aparecer
por ahí. Ni siquiera con mis estudiantes me sentía bien. No eran un motivo
suficiente para continuar. Me odiaban, odiaban la asignatura que impartía,
odiaban las matemáticas. Ese día, el día, no había sido bueno. Y había llegado
a la conclusión de que solo mi bondad, mi amor por enseñar y mi humildad me
tenían ahí parado. El hambre, el sueño, la tristeza y estos temas eran los que
ocupaban mi pensamiento. Hoy, no me parece extraño que haya pasado lo que pasó
ese día. Ese día, el día, todo cambió.
Después de entrar al
frio y húmedo apartamento, dejé el portafolio en la mesa. No tuve que caminar
mucho hasta el baño, el lugar era pequeño aparte de sucio y feo. Lavé mi cara y
manos. El agua parecía también más fría que los demás días. Casi no entraba luz
por las pequeñas ventanas, así que resultó un poco complicado lavarme. Cuando
lo logré, salí del baño y me detuve en el cuarto de los espejos. Entre la
habitación y el baño había, tal vez ya no lo haya, un pequeño corredor que más
bien parecía un cuarto para vestirse. En mi mente siempre lo llamé el cuarto de
los espejos. Esto era porque en las dos paredes que tenía libres, sin puertas,
estaban adheridos a cada pared dos grandes espejos. Desde que compré el lugar
con todo lo que ahora se hallaba ahí, en mi huida desde Alemania, lo que más
llamaba mi atención del apartamento eran esos dos espejos. Tenían gruesos
marcos de lo que parecía una madera de lo más fino. Eran aun más viejos que el
mismo edificio. No eran del todo tersos, a veces hasta veía borroso mi reflejo.
Pero lo que los hacía únicos, más aun que la vejez o la extraña forma de cómo
estaban pegados a la pared, era el marco. Y más aun que el marco, la placa y la
inscripción que tenían cada uno. Las placas eran de algún metal que no se
oxidaba. Pero estaban viejas y sin pulir, esto las hacía parecer aun más
viejas. En ellas estaba la inscripción «MALUM
QUOD HOMO CREAT».
Siempre me fascinaron
esos espejos. Pero esta vez me quede admirándolos mucho tiempo. No solo el
marco y las texturas de la madera. Miré el reflejo que en el espejo estaba. Observé
con atención al hombre desgastado, pálido y con la cara raída. Vi sus ojeras
que descansaban bajo unos pequeños y profundos ojos negros. Vi su pelo negro,
enredado, que ni era largo ni era corto, que se perdía en un caos
indescriptible y que para colmo estaba a medio mojar. Me fijé en su rostro. Vi
su piel arrugada, el poco vello facial que cubría su mentón. Recordé que si
llegaba a mostrar los dientes, se verían amarillentos, casi sucios, por el
tabaco. También recordé que no los mostraría, que le era casi imposible
sonreír. Vi a ese hombre parado, mirándome, copiando los movimientos de mis
ojos, inmóvil en la oscuridad. Entre la infinidad de figuras que se repetían
entre los espejos vislumbré algo distinto. No todos los sujetos ahí parados
eran iguales. Tal vez fue en ese momento en el que me perdí en la infinidad de
los espejos.
No recuerdo bien cuándo
o por qué pasó lo que pasó ese día. Sé que hoy soy un hombre distinto al que
era antes. Lo que pasó ese día fue lo que me hizo cambiar.
En la infinidad de
personas que se enfilaban entre los espejos, había uno que no era totalmente
idéntico a los demás. Su forma de estar ahí plantado, mirando también a los
otros delante y detrás de él, era distinta. En su figura se veía borrosamente
una actitud distinta. Este no era una réplica del hombre que estaba entre ambos
espejos. Lo miré directamente a los ojos, al igual que sus ojos me miraron
directamente a mí. No eran los mismos. En sus ojos había una huella de maldad y
oscuridad. Los miré profundamente y en ellos vi, muerte, codicia, ira, lujuria,
venganza, maldad. No era algo humano. Cuándo desvié mi vista, para observar el
resto la cara y cuerpo de este personaje, me di cuenta que se parecía en nada a
los demás. Sus ojos eran azules cargados de maldad. Su ropa no era la misma que
la de los demás. Este llevaba un traje elegante, como de hombre de negocios.
Pero lo que más me aterró de él, fue su sonrisa. Su sonrisa hipócrita, burlona
e irónica. Me acerqué más al espejo. Todos los otros se acercaron al espejo
también, menos uno: él. Mi aliento cercano hizo que el vidrio se empañara. Cuando
se aclaró el espejo, solo veía una cosa: Sus ojos.
Llovía en Londres, no
se distinguía entre las oleadas de vapor de los trenes y la densa lluvia. Saqué
el paraguas de la funda que lo cubría, mientras caminaba por el andén tres, de
la estación de trenes. Al salir de la recién inaugurada King’s Cross, mis
piernas se movían independientemente, como si supieran a donde iban y qué
querían. Me escabullí por las vacías calles, parecía en la búsqueda de una
dirección, de una calle. Tardé aproximadamente quince minutos caminando, cuando
llegué a un edificio con las puertas a medio cerrar. Por el color de la madera
y la lucidez de las ventanas supe que no debería tener más de tres meses. Subí
las escaleras y en el tercer piso me detuve, o más bien, mis piernas se
detuvieron. Caminaron, o caminé, por el pasillo hasta el apartamento que tenía
en la puerta la placa del 303C. Mi mano se elevó y antes de que pudiera llamar,
la puerta se abrió y un hombre, me pidió que entrara. Como si el lugar me
perteneciera fui hasta la sala y me senté en el gastado sofá. El hombre me
ofreció un trago de whisky. Se le veía temeroso y pálido cuando me entregó el
vaso. Su mano le temblaba y no fue capaz de mirarme a los ojos, me tenía miedo.
Hasta ese entonces no me pregunté el por qué estaba allí. Yo mismo me respondí
al hablarle al temeroso hombre, que al parecer tenía por apellido Hatherley. Le
formulé unas cuantas preguntas, a las que respondió sin alzar la vista mucho y
sin acomodarse en ningún asiento. Al parecer también mi boca hablaba por si
sola y mis oídos sabían lo que yo quería escuchar. Me dijo vagamente algo sobre
Baker Street y otras cosas, que al parecer eran adulaciones y disculpas por
alguna deuda. Así hubiera querido, no lo habría escuchado, dejé de prestar
atención cuando menciono dicha calle. Terminé la bebida y la dejé en la mesa.
Sentí el alcohol bajar por mi garganta mientras, le daba las gracias a
Hatherley. Me paré y camine hasta la puerta. Antes de que la cerrara cuando
salí, le disparé.
Seguía caminando por
las mojadas calles de Londres. No demoré mucho en llegar al principio de Baker
Street. La lluvia había cesado y el sol brillaba ya con sus últimos alientos.
La calle estaba más transitada, había unas cuantas personas saliendo de las
edificaciones y otras que iban de paso. Caminé despacio por el costado oriental
de Baker Street. ―Buenas noches Señora Hudson―Dije. ―Buenas noches querido―me
respondió. Y seguí con mi camino hasta llegar, a solo una docena de pasos de
distancia, al 220B de Baker Street. Parecía como si disfrutara cada paso. Como
si caminar por esa calle me llevara a algún tipo de paraíso terrenal. Sentía
las ansias de llegar a ese lugar, a mi destino. Llegué a la puerta, estaba
abierta. Mis manos empujaron y entré al edificio. Subí las escaleras
lentamente, tanteando el suelo y el color sucio de las paredes. Sin hacer mucho
ruido, me deslicé hasta el tercer piso. Sería la suerte o sería descuido, pero
la puerta que necesitaba, estaba a medio cerrar. Infiltrándome, cual serpiente,
entré al recinto. Sigilosamente busqué por toda el lugar. Hasta que al ver en
la habitación, encontré la famosa habitación de los espejos y en efecto, ahí
estaba.
Él estaba ahí, yo lo
veía a él y él me veía a mí. De pronto, ya no era algo imposible. Él estaba
mirando al espejo y a mí. Yo lo miraba a él y al espejo también. Nunca me tocó,
nunca lo toqué. No me acerqué a él ni él a mí. Solo nos miramos. El tiempo
afuera de esa habitación pareció detenerse. Y solo él y yo, ahí parados. La
oscuridad y los tenues rayos de luz que todavía se filtraban por las sucias
ventanas hicieron el escenario perfecto para ese encuentro. Él me hablo y yo le
hablé a él.
―No te esperaba
aquí―dije.
―Sabías que este día
llegaría―respondió con una voz solemne y pasiva, pero siempre con su toque
malévolo.
―En efecto― mentí, la
verdad no lo sabía.
― ¿Sabes por qué nos
hemos encontrado?
―No
―Estas a punto de
saberlo
― ¿Acaso estás aquí
para matarme?
―No lo sé
― ¿Cómo te llamas?
―Me temo que no puedo
responder eso―Acto seguido, puso sus manos en mis hombros y susurró a mi oído―
La vida es algo complejo. Hay tristezas y alegrías. Pero dime ¿Qué sería la
vida sin el miedo a morir? Es más, ¿Qué sería de la vida sin el miedo?
Lamentablemente no te puedo decir mi nombre. Pero te puedo decir qué o quién
soy.
Sentí un frio que
recorría todo mi cuerpo. Lo miré a sus ojos, sus profundos ojos. Sentía miedo,
quería salir corriendo, gritar, sentirme seguro, pero mi cuerpo no me lo
permitió. Lo único que fui capaz de hacer, fue mirarlo a los ojos.
―Yo, soy el miedo, la
maldad, lo que te hace sentir vivo. Soy el que te ha acompañado desde hace tres
años, desde tu soledad, desde que eres débil. ―Apretó fuerte mis hombros― Sin,
el miedo, tú no eres, tú no vives. Sin el miedo no eres nada. ¿Por qué? Fácil,
porque eres débil. Y lo mejor, podría llevarme tu vida ahora mismo y tú no
podrás hacer nada al respecto. No podrías defenderte de mí.
A pesar del miedo sentí
en mí una ira incontenible. Su mirada me aterrorizaba y su sonrisa al hablar me
intimidaba por igual. Siguió hablando, y por más que no quise escucharlo lo
hacía. Cada vez me sentía más impotente y más iracundo. Sentí que pasó mucho
tiempo, ya había oscurecido por completo. Y en las sombras solo se veían sus
ojos y sus dientes cuando hablaba. Su aliento se sentía frio en mi costado. Y
sus manos me herían los hombros. Empecé a sentirme pálido y a ver, lo poco que
veía, borroso. Por un momento no me sentí vivo, no me sentí en este mundo. Hasta
que pude cerrar mi puño. Lo lancé con todas mis fuerzas contra él. En ese
momento, dejó de hablar, desapareció y como es natural, los espejos se
rompieron.
No tengan pesadillas esta noche, él los cuidará.